José
Andrés Antón Canto
Aquel hombre
ya mayor, vestido de negro, con los lustrosos zapatos también
oscuros, había tomado asiento en la soledad de uno de los bancos de
madera al fondo de la entelada y vetusta Sala de Reuniones. Antes de
entrar, tras descender con cierta torpeza del modesto carruaje, los
mendigos y los desarrapados muchachos se habían mofado de su aspecto
sin misericordia.
Asistió
impertérrito a la asamblea que debía acordar esa misma mañana el
voto afirmativo o denegatorio al suministro de bienes, fondos y
personas, de consuno con los otros Concejos de la comarca, para el
abastecimiento de la ansiada guerra contra la odiada Inglaterra.
Poco antes de acabar la reunión, el forastero la abandonó con sigilo. Una mueca de satisfacción podía adivinarse en su rostro enfermo mientras los chicos redoblaban sus crueles chanzas. El cochero atizó con violencia a los caballos dejando una espesa estela de polvo en su apresurada marcha.
Mas retornemos a la Casa del Concejo. Levantada ya la sesión, sin apenas poder incorporarse de la silla, le temblaba todo el cuerpo al anciano Secretario. Solo él, hombre muy viajado y de vasta cultura, pareció haber reconocido en aquel oyente enigmático al rey Felipe de España.
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