José Manuel
Gómez Vega
Una
Marzo pizpireta se puso en pie para recibir el bastón de mayordomo
de manos del escuálido Febrero. Los meses se sentaban sobre doce
piedras milenarias colocadas en círculo al pie del campanario del
año. Siempre era igual, tras las tres campanadas de Marzo, el
concejo se dividía entre quienes pedían alargar el invierno y
quienes pedían adelantar la primavera. Por eso Marzo era tan
impredecible: un día podía decretar una helada a petición de la
vieja Diciembre, y al día siguiente calorcito a propuesta de Agosto.
(Por cierto, la proximidad de éste a Julio era fuente constante de
habladurías, porque la mitad de los concejos compartían manta
maragata y la otra mitad se aplicaban uno al otro cremas
bronceadoras).
Aquellos
concejos, celebrados cada primero de mes, mantenían al año unido.
Unas veces cedían unos y otras otros: ése era el espíritu. Además,
cada mayordomo debía ofrecer un convite y contar una historia, algo
siempre bienvenido. Marzo se había presentado este año con doce
pomelos que dijo fortalecían el sistema inmunológico, y había
repetido la historia de unas abejas aventureras. A este
respecto el consenso era unánime: el misterioso Noviembre, con sus
castañas asadas e historias de fantasmas, resultaba insuperable.
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