Yolanda
Nava Miguélez
Desde
que Raimundo el campanero enfermase el sonido de las campanas ya no
era el mismo. Pareciera que de pronto también ellas hubiesen
enfermado y sonaban lentas, perezosas, y con un deje de tristeza que
mermaba el buen ánimo del pueblo. Se hablaba poco, y cuando se
hacía, era con palabras espinosas como espuelas. Las comadres
quemaban los guisos y mal remendaban las ropa, y las bestias,
nerviosas, desobedecían las órdenes de sus amos.
Por
eso el día que llamaron a concejo nadie acudió. El alcalde ordenó
al alguacil ir casa por casa reclutando personal para poner a punto
las piedras movidas de la plaza, para limpiar de hierbajos y brozas
las cunetas y para encauzar el río que, después de las últimas
lluvias, se había desbordado.
Todos
se disculparon y excusaron: que si andaban con la siembra…, que si
tenían los huesos doloridos... De nada sirvió mencionar la
abundante merienda de escabeche y vino que vendría después.
Pero,
de pronto, las campanas empezaron a tañer llamando con el lenguaje
de siempre a todo el pueblo. En el tercer toque Raimundo cerró los
ojos, su último pensamiento estuvo lleno de pesadumbre: ¿quién
tocaría para llamar a su funeral?
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