Oscar
Royo Royo
La última resolución del concejo fue a todas
luces desesperada. No se parecía a ninguna de las anteriores medidas
que la asamblea de vecinos, reunida en la plaza del pueblo, había
tomado desde que comenzó la sequía. De poco había servido arreglar
las acequias para ahorrar agua; no llovía desde hacía tres años y
el valle entero agonizaba ocre, polvoriento y triste.
Siguiendo las indicaciones del concejo, todos
los vecinos del pueblo acudieron a lo más profundo del Bosque de
Salambre y, una vez allí, enterraron junto a los manantiales secos
las cartas de amor que nunca se atrevieron a enviar, susurraron a los
pozos vacíos las palabras que jamás dijeron a sus seres queridos y
gritaron, junto al viento que aullaba entre las ramas secas de los
robles, por cada dolor secreto que marchitaba sus corazones.
No se pusieron de acuerdo en lo que sucedió a continuación. Unos hablaron de un roce de cerrojos abriéndose a su alrededor en el bosque; otros, del alivio de algo que comenzaba a desatarse encerrado en su pecho... pero lo cierto es que todos, por primera vez en tres años, empezaron a llorar.
Sólo entonces, lentamente, comenzó a llover sobre el valle.
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