Hilando
nubes
No era la primera vez
que tardaba. Jacinta desconocía la puntualidad. De las tres... Era
la más joven. Seis años menor. Eso sí, discutidora como ninguna.
Decidora nata. El alma de la hila. Pero esta vez, no le podíamos
reñir por su tardanza. La ocasión no se lo merecía. Verla
aparecer, nos devolvió a la vida; al más allá de los recuerdos.
Ante su presencia,
retrocedimos hasta la añeja realidad de los inviernos, a sus heladas
súplicas al pie de la ventana, a las noches drásticas que tanto
asustan a los vivos, a la soledad colectiva de nuestra cocina
campurriana, a sus sombras arrinconadas, al hálito ahumado de sus
paredes desconchadas: espías visibles de todas las tertulias.
Con su llegada, el
badil recuperó el sobresalto en sus reposos. Volvíamos a mediar,
con ollas y pucheros, en la eterna disputa entre el llar y la alta
lumbre. Fue como dejar pasear a la voz por el silencio y volver a
doblegar la rebeldía de la lana con las bastas caricias de la carda.
Era asistir a la congénita afonía de la rueca, a sus malogradas
audiciones ante un canasto ahitado de cansadas y esbeltas hilaturas.
Ver a la Jacinta, fue
abandonar la rutina habitual de los difuntos y confirmar que la hila
no muere con los vivos. Que aún nos quedaban por hilar vellones de
nubes en el cielo.
Autor: José Antonio
Tejeda Cárdenas (Letonia)
Por momentos creí estar leyendo a G.G. Márquez. Qué buen dominio de la narrativa y los malabares con la prosa que se hace verso. Cuánta envidia (sana)! Sigue hilando fino amigo...
ResponderEliminarUn flexero