El pasado 22 de Agosto, Nicolás Jarque Alegre, miembro del jurado de esta edición, dedicó en exclusiva el programa que presenta "La Radio en Colectivo" de Radio Mislata a la II edición del Concurso de Relatos Leonardo Barriada, con entrevistas a Esperanza Temprano, Secretaria de la Asociación; Mar González Mena, segundo premio de esta edición y Cristian Martín Ríos, ganador del concurso.
Puedes escuchar el programa aquí.
viernes, 30 de agosto de 2013
martes, 23 de julio de 2013
¡¡¡YA TENEMOS GANADORES!!!
Me confirma el jurado que
ha sido una tarea difícil y me lo creo, solo hay que leer los
relatos de los diez finalistas. El primer premio se va para Castellón
de la Plana de la mano de Cristian Martín Ríos y su relato
“Filandón” y el segundo le ha correspondido a Mar González Mena
de Burgos con su relato “Carmencita”. ¡¡Enhorabuena a los
dos!!
Quiero hacer una mención
especial a Kalton Bruhl y a su relato “Costumbres” que se quedó
fuera del pódium por circunstancias insalvables y a Mª Isabel
Martínez Montoro porque su “Aracne” estuvo pujando, hasta el
último momento, por el segundo puesto con “Carmencita”.
A todos los que habéis
participado agradeceros vuestra aportación y animaros a seguir
participando en próximas ediciones.
Y por supuesto dar las
gracias a nuestro jurado, Mercedes García Llano y Nicolás Jarque
Alegre, por la tarea que han desempeñado con gran dedicación y
extraordinario criterio.
El acto de entrega oficial de los
premios tendrá lugar el próximo día 15 de Agosto a las 19:30 horas
en la Escuela de Soto de Sajambre. Estáis invitados.
PRIMER
PREMIO
“FILANDON”
AUTOR:
CRISTIAN MARTÍN RÍOS
Afortunadamente
la tempestad se había detenido y el viento ya no azotaba furioso los
postigos del ventanal. En el regazo acogedor de aquella cocina que no
era sino el corazón del hogar, varios rostros se iluminaban entre
destellos rojos y anaranjados en torno al fuego del brasero. La dama
enlutada, doña Emilia, mascullaba lamentos por la ausencia de
cuantos ya no estaban presentes en aquellas reuniones. El hueco más
grande lo había dejado su difunto marido. Le llamaban Severino el
Cojo. En su
juventud, mientras pastoreaba el rebaño, fue atacado por lobos. La
pierna que le arrancaron las bestias acabó reemplazada por un bastón
de madera. Pero aquel trágico episodio no dejó mella en su
bondadoso espíritu. Disfrutaba apasionado de las chanzas, de las
manos hábiles de las señoras con el hilo, la talla masculina de la
madera y la sensación de abrigo al calor de las palabras. Pero todo
eso había terminado. Todo tiene un final. Igual que aquel encuentro,
que concluyó cuando se silenciaron las buenas historias. Los
primeros hombres se irguieron satisfechos, se abrigaron y abandonaron
el bochorno de la estancia para empujar el portón de la entrada. El
ambiente glacial arañó los rostros adormilados mientras la quietud
gobernaba las calles. A sus pies, una espesa nevada ocultaba la
tierra. Y algo más. Alguien había estado escuchando. Unas huellas
en la nieve se alejaban desde la puerta. Señales de una bota derecha
y de un bastón. Asustados entraron de nuevo. La velada no había
terminado.
SEGUNDO
PREMIO
“CARMENCITA”
AUTORA: MAR GONZÁLEZ MENA
Desde
que tengo memoria, me gusta sentarme junto al fuego en el pequeño
tajo que la abuela utilizaba para llegar a los armarios más altos.
Ella siempre me regañaba - ¡Niña! Aparta de la lumbre que te vas
a achicharrar y a quedar churruscadita como los lechoncillos – Pero
después ponía esa sonrisa picarona y me daba unas almendras que
sacaba del bolsillo del delantal. ¡La de cosas que cabían en ese
trozo de tela descolorida!
El
resto nunca me hace caso. Van a lo suyo y no paran de hablar. No me
importa. Me encanta escuchar historias. El Manuel, el de la
panadería, le tira los tejos a la hija de la Antonia. Pero no de los
de verdad, que esos hacen daño, sino bonitos, como las flores, que
no dan de comer pero gustan. Eso dice la Dolores, la vecina de
enfrente, que falta muchos días porque se pone mala de lo suyo. Ya
nadie le pregunta.
Palabras
y puntadas tejen la noche. Pocas veces se hace el silencio y,
entonces, se oye el crepitar de la leña quemándose y el viento tras
las paredes de piedra. En invierno nieva y todas dejan las almadreñas
en la puerta. Faltan las mías. Mamá las guardó cuando me cayó
encima aquella teja. Desde entonces no me habla. Yo he dejado de
intentarlo. Pero algunas noches, antes de que lleguen las vecinas,
ella acerca el tajo al fuego y siento que me deja una caricia en el
aire.
jueves, 4 de julio de 2013
FINALISTAS DEL II CONCURSO DE RELATO BREVE LEONARDO BARRIADA
Estos son los 10 finalistas, déjanos tu comentario, tambien nos puedes seguir en facebook https://www.facebook.com/events/546626198692247/
Relato nº 10
Carmencita
Desde
que tengo memoria, me gusta sentarme junto al fuego en el pequeño
tajo que la abuela utilizaba para llegar a los armarios más altos.
Ella siempre me regañaba - ¡Niña! Aparta de la lumbre que te vas a
achicharrar y a quedar churruscadita como los lechoncillos – Pero
después ponía esa sonrisa picarona y me daba unas almendras que
sacaba del bolsillo del delantal. ¡La de cosas que cabían en ese
trozo de tela descolorida!
El
resto nunca me hace caso. Van a lo suyo y no paran de hablar. No me
importa. Me encanta escuchar historias. El Manuel, el de la
panadería, le tira los tejos a la hija de la Antonia. Pero no de los
de verdad, que esos hacen daño, sino bonitos, como las flores, que
no dan de comer pero gustan. Eso dice la Dolores, la vecina de
enfrente, que falta muchos días porque se pone mala de lo suyo. Ya
nadie le pregunta.
Palabras
y puntadas tejen la noche. Pocas veces se hace el silencio y,
entonces, se oye el crepitar de la leña quemándose y el viento tras
las paredes de piedra. En invierno nieva y todas dejan las almadreñas
en la puerta. Faltan las mías. Mamá las guardó cuando me cayó
encima aquella teja. Desde entonces no me habla. Yo he dejado de
intentarlo. Pero algunas noches, antes de que lleguen las vecinas,
ella acerca el tajo al fuego y siento que me deja una caricia en el
aire.
Autora: Mar González
Mena (Burgos)
Relato nº 21
Nada como la seda
La hilandera Peciña no
alardeaba de su castidad y tampoco se ofendía cuando el resto de
mujeres cuchicheaba por lo bajini si despreciaba, con mucho salero, a
hombres por los que ellas hilarían hasta escocerles los dedos.
Cristina arrojaba al fuego los regalos que le traían y volvía de
nuevo a coger su huso para rematar el ovillo en la devanadera.
Aunque, en realidad,
nunca se armó tanto revuelo entre los presentes como el día en el
que Songo’o llegó a la hilatura, con el pelo enmarañado y la piel
oscurecida por varias generaciones de ojos de cacao y cuerpo de
carbón castaño. Songo’o preguntó por la hilandera ante el
asombro de viejos resabiados y chismosas, que imaginaban un desplante
ejemplar. En cambio, a pesar de que se sabía que Cristina era
contraria a las costumbres del momento, nadie se esperó que aquella
noche gritaran como locos los hierros de su somier solo porque el
invitado de color negro abriera su maleta y dijera: “seda buena,
mejor seda de África Occidental”.
Seudónimo: Miguel Lora
(Zaragoza)
Relato nº 15
Costumbres
Me escondí tras el dintel de la puerta de la cocina. Mi abuela y sus hermanas, al calor de la lumbre, hilaban lana y remembranzas. Cerré los ojos y sonreí, sabiendo, que tarde o temprano, comenzarían a hablar de mí. “Nunca conocí un chiquillo más terrible”, dijo la abuela torciendo el gesto, “siempre me echaba a perder los huevos del gallinero sentándose sobre ellos. Juraba que algún día lograría empollar uno de ellos”. Yo ahogué una risa evocando las imágenes. De pronto mi abuela y sus hermanas se quedaron calladas. Era mamá que entraba en la cocina. Se quedó de pie con los brazos colgando a los lados y la mirada triste fija en la chimenea apagada. Sabía que mamá no podía ver a la abuela, como tampoco podía verme a mí. La muerte es extraña, lo comprendí cuando caí del árbol. Aunque habitemos una misma casa, cada quien mora en su propio tiempo y espacio. Lo único que puede unirnos son las costumbres, las tradiciones. La hila me unía con mi abuela y sus hermanas. A mamá nunca le interesó, siempre buscaba una excusa para alejarse de la cocina durante el invierno. Fue una verdadera lástima, porque por esa razón, de entre todos nosotros, era la muerta más solitaria de la casa.
Autor: Kalton Bruhl (Honduras)
Relato nº 33
El fuego que nunca
se apaga
Nunca
había visto aquella caja. Recuerdo que, tan pronto empezó a nevar,
mi abuela se levantó, salió de la cocina y regresó con ella debajo
del brazo. No tardé en preguntarle qué contenía. Mi abuela me
contó entonces una historia de la que nunca había oído hablar, una
de sus conseyes que tanto me gustaba escuchar junto al fuego.
Me habló de una
muchacha que se vio sorprendida en el bosque por la peor nevada que
nunca haya caído en el valle de Sajambre. Desorientada en mitad del
temporal, la joven se refugió bajo una roca donde consiguió prender
un pequeño fuego para intentar entrar en calor. Temblando de frío,
sacó del bolsillo una carta de su novio y la leyó una y otra vez
como si buscara en cada palabra escrita en aquel papel el calor que
tanto le faltaba. Apenas había luz, el fuego se apagaba y, con él,
sus esperanzas de volver a ver a su prometido nunca más. La muchacha
hizo entonces un juramento a aquel pequeño fuego: Si continuaba
encendido hasta que consiguieran encontrarla, ella, a cambio, cada
noche que nevara entregaría a las llamas lo que más amaba.
—¿Y
qué pasó?— recuerdo que pregunté.
Mi abuela no dijo nada.
Abrió la caja, sacó una vieja carta de mi abuelo y, cerrando los
ojos, le dio un beso. Con un cariño infinito, como hizo aquella
noche de tormenta de hace ya tantos años, dejo la carta en el fuego.
Me miró con dulzura y sonrió.
Autor: Oscar Royo Royo
(Barcelona)
Relato nº 35
El sueño de Adela
Las hojas de los
árboles se mecían con la fuerza singular del viento, tratando de
permanecer atadas a esas ramas que las vieron despuntar. El ruido era
ensordecedor y resultaba harto complicado avanzar a pie por aquel
pasillo de naturaleza que flanqueaba la enorme casa de Adela.
Su madre la esperaba
alrededor de la lumbre, al igual que las otras tres mujeres que
hilaban a su lado, ajenas al frío que aún invadía el cuerpo de la
niña. El olor de la lana era singular, al igual que la sutileza con
la cual las mujeres la trataban. Adela asió un trozo de pan y se
sentó en un oscuro taburete, teñido por el paso del tiempo y el
calor de las llamas. Observaba con curiosidad las manos que lograban
transformar la salvaje lana, en hebras tan finas y delicadas que
hacían volar su imaginación. Miró las suyas, dudando de que alguna
vez alcanzaran el tamaño necesario para poder hilar. Y aunque ella
pensaba que nadie reparaba en sus pensamientos, los ojos de su madre
veían más allá. Así que, sin dejar de conversar con sus vecinas,
hizo un gesto de cabeza que su hija comprendió sin demora alguna.
Adela dejó el pan, se levantó y se acercó a su madre a la espera
de su próxima premisa. Pero para su sorpresa, la sentó en su
regazo, asió sus manos y por primera vez, Adela sintió la magia de
su tacto bajo sus aún diminutos dedos.
Autora: Silvia Ares
Álvarez-Ron (Huesca)
Relato nº 29
Amor de cenizas
Afuera el aire hilaba quejumbres, ululando con desconsuelo. Alguna ráfaga curiosa se colaba por el tiro de la chimenea, removiendo las llamas. Un mar de sombras se estremecía sobre las paredes, inventando rasgos apócrifos y callosos sobre los rostros de las mujeres y hombres, las unas hilando en silencio y los otros contando historias a las que todas prestábamos oídos, los ojos pendientes de la recua, las orejas de las leyendas, todos sin perder puntada.
La verdad es que yo prestaba más atención al hijo de Felisa que a la tarea de hilar, desatendiendo las regañinas que mi madre me lanzaba con la mirada.
Cierto día, mientras los hombres apuraban unas botellas de sidra, se me ocurrió atizar el fuego. Mientras removía las brasas con el hurgón, se me ocurrió escribir en las cenizas el nombre del chico que me tenía el corazón en ascuas. Noté unos ojos clavados en mi nuca. Me giré. Su mirada encendida acarició mi cuerpo. Una llamarada de fuego asoló mis entrañas. Bajé mi vista. Él sonreía. Removí las cenizas para borrar su nombre. Me senté junto a las mujeres. Él se acercó al fuego para calentarse las manos. Al marcharse me entregó un papel. No me atreví a leerlo hasta que me fui a la cama, a la luz del candil. Me decía que también me quería. Sorprendida, me acerqué hasta la lumbre. En las cenizas, dentro de un corazón dibujado, estaba escrito mi nombre, junto al suyo, el que yo creí haber borrado.
Autor: Juan Carlos Pérez López (Sevilla)
Relato nº 45
Hilando
nubes
No era la primera vez
que tardaba. Jacinta desconocía la puntualidad. De las tres... Era
la más joven. Seis años menor. Eso sí, discutidora como ninguna.
Decidora nata. El alma de la hila. Pero esta vez, no le podíamos
reñir por su tardanza. La ocasión no se lo merecía. Verla
aparecer, nos devolvió a la vida; al más allá de los recuerdos.
Ante su presencia,
retrocedimos hasta la añeja realidad de los inviernos, a sus heladas
súplicas al pie de la ventana, a las noches drásticas que tanto
asustan a los vivos, a la soledad colectiva de nuestra cocina
campurriana, a sus sombras arrinconadas, al hálito ahumado de sus
paredes desconchadas: espías visibles de todas las tertulias.
Con su llegada, el
badil recuperó el sobresalto en sus reposos. Volvíamos a mediar,
con ollas y pucheros, en la eterna disputa entre el llar y la alta
lumbre. Fue como dejar pasear a la voz por el silencio y volver a
doblegar la rebeldía de la lana con las bastas caricias de la carda.
Era asistir a la congénita afonía de la rueca, a sus malogradas
audiciones ante un canasto ahitado de cansadas y esbeltas hilaturas.
Ver a la Jacinta, fue
abandonar la rutina habitual de los difuntos y confirmar que la hila
no muere con los vivos. Que aún nos quedaban por hilar vellones de
nubes en el cielo.
Autor: José Antonio
Tejeda Cárdenas (Letonia)
Relato nº 67
Filandón
Afortunadamente
la tempestad se había detenido y el viento ya no azotaba furioso los
postigos del ventanal. En el regazo acogedor de aquella cocina que no
era sino el corazón del hogar, varios rostros se iluminaban entre
destellos rojos y anaranjados en torno al fuego del brasero. La dama
enlutada, doña Emilia, mascullaba lamentos por la ausencia de
cuantos ya no estaban presentes en aquellas reuniones. El hueco más
grande lo había dejado su difunto marido. Le llamaban Severino el
Cojo. En su juventud, mientras pastoreaba el rebaño, fue atacado por
lobos. La pierna que le arrancaron las bestias acabó reemplazada por
un bastón de madera. Pero aquel trágico episodio no dejó mella en
su bondadoso espíritu. Disfrutaba apasionado de las chanzas, de las
manos hábiles de las señoras con el hilo, la talla masculina de la
madera y la sensación de abrigo al calor de las palabras. Pero todo
eso había terminado. Todo tiene un final. Igual que aquel encuentro,
que concluyó cuando se silenciaron las buenas historias. Los
primeros hombres se irguieron satisfechos, se abrigaron y abandonaron
el bochorno de la estancia para empujar el portón de la entrada. El
ambiente glacial arañó los rostros adormilados mientras la quietud
gobernaba las calles. A sus pies, una espesa nevada ocultaba la
tierra. Y algo más. Alguien había estado escuchando. Unas huellas
en la nieve se alejaban desde la puerta. Señales de una bota derecha
y de un bastón. Asustados entraron de nuevo. La velada no había
terminado.
Autor:
Cristian Martín
Ríos (Castellón
de la Plana)
Relato nº 72
Consejas
"Era Sindra, la
preferida de Uruk, tan risueña y juguetona como poco habilidosa en
la labor. Por ello la poderosa Neiga, que no la miraba con buenos
ojos, anunció que casaría a su hijo con la moza que tejiera los
lienzos más delicados para cobijar su lecho de bodas.
Aunque Sindra ponía
todo su empeño, el lino torcido por sus manos se convertía en hilo
desigual y quebradizo, imposible de trabajar. Para no renunciar a sus
amores decidió invocar a la Luna, que se comprometió a ayudarla.
Cuando oscureció dos rayos plateados penetraron por el ventanuco de
su alcoba y la muchacha, enrollándolos en el huso, obtuvo con
facilidad una hebra fina y resistente. Durante veintiocho jornadas
hiló de noche y se afanó en el telar durante el día hasta que
presentó a Neiga el más hermoso juego de sábanas que imaginarse
pueda.
Furiosa una, ilusionada
otra, aguardaron al novio para anunciar el compromiso, pero los
cazadores regresaron a la aldea y Uruk no los acompañaba. Todos
confiaban en su regreso, pues era buen conocedor del terreno, mas
fue tan negra aquella noche que debió perder la pista. De mañana
encontraron su cuerpo en el fondo del desfiladero. Sindra, viéndolo
muerto, hundió en su corazón el puñal del amado y fueron las
sábanas de luna sudario compartido de los amantes."
La vieja concluye su
cuento. Las mozas, desganadas, retoman sus ruecas. Pese a todo,
ellas prefieren las risas al trabajo y seguirán confiando, sin
escarmiento, en la Luna traicionera.
Autora: Elisa de Armas
(Sevilla)
Relato nº 68
Aracne
Llegó
al pueblo bastante entrado el invierno. Se instaló en la casita que
habían dispuesto para ella, era acogedora, limpia, quizás un poco
fría. No divisó la escuela, le extrañó porque acostumbraba a
estar cerca de su residencia. Mientras acomodaba la ropa, una vecina
se presentó y le comunicó que esa noche en su casa hilarían,
estaba invitada.
Imaginó
mil cosas: ¿Sería tejer? ¿Bordar? ¿A qué llamarían hilar en
pleno siglo XXI? Su mente no paró de idear y acabó haciendo
conjeturas de lo más disparatadas.
Pensó
en llevar algún presente, no tenía tiempo para preparar nada, miró
las maletas y tomó una botella de vino de su tierra ¡Perfecto!
Al
golpear aquella puerta un escalofrío le recorrió la espalda. Entró
y vio a una estancia en penumbra. Los contornos se dibujaban en el
contraluz de las ventanas, la luna llena
iluminaba con su fugaz resplandor una habitación en la que se
adivinaban una decena de personas. Se pusieron en pie, ella creyó
que la saludarían pero algo comenzó a pegarse en su piel, por los
movimientos parecían vomitar sobre ella ¿Qué
estaba sucediendo? Pronto el pánico se apoderó de sus sentidos, no
podía moverse. La botella de vino que ya no sujetaba seguía pegada
a su mano. Sintió cómo la trasladaban y pudo entrever una especie
de almacén lleno de… ¿Crisálidas?
No
eran crisálidas, era el alimento para las crías que estaban por
nacer.
Autora: Mª Isabel
Martínez Montoro (Cartagena)
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