Aquí tenéis los diez relatos finalistas de esta edición, de los que saldrán los dos ganadores. Enhorabuena a los seleccionados y queremos agradecer a todos los que habéis participado con vuestros textos porque hacéis posible este concurso.
Consulta las bases del concurso.
NOMBRES OXIDADOS
Marta Fernández
En el pueblo de al lado resistía el colegio. Aunque todos los cursos se reunían en uno, juntando a los de distintas edades, el nivel era alto. El problema era el autobús, las madrugadas con heladas, las carreteras con nieblas. Las familias huían a la ciudad: comodidades, calor y extraescolares. Miguel estaba profundamente enamorado sin saberlo de Antonieta, tres años mayor, que le había enseñado a leer y a ser bueno. En los viajes se refugiaba en su calor y ella le dejaba dormir bajo su abrigo. Cuando cerraron la escuela, la perdió.
Creció, y nostálgico, recorría la comarca, con excusas improbables.
Hasta que la encontró.
Nunca más se separaron. Colocaron un banco bajo la higuera, fueron felices.
Pero no pudieron tener hijos. La cigüeña regresaba a un silencioso campanario, y no encontraba a quién hacer sus entregas.
¿Qué pasa con los nombres de los pueblos olvidados? ¿Se borran en el registro? ¿O simplemente se oxidan, abandonados?
En el cementerio, Miguel coloca flores el día de los Santos, una en cada tumba sin visitas. Cada año tarda más. Deja la última en unas ruinas. Cerrando los ojos, aún consigue recuperar, entremezclado entre el olor a tiza, el perfume de Antonia.
EL ECO DE LAS TIZAS
Carmen Apolonia Jiménez
Las aulas vacías no duelen por el silencio, sino por lo que guardan.
Hay un eco leve que aún flota entre los pupitres: risas detenidas, preguntas alzadas con el alma, nombres que la pizarra olvidó.
En la esquina, una tiza rota resiste como una costilla del saber. Y en el polvo del suelo —que ya no se barre—, bailan diminutos recuerdos: un cuaderno abierto, la nota de un “bien hecho”, una flor de papel marchita.
Las ventanas, cerradas, lloran su empañadura de invierno, y las sillas, alineadas como soldados dormidos, extrañan el peso de los cuerpos inquietos.
La maestra ya no entra, pero su voz sigue allí, flotando como una plegaria sin destino. “No se olviden de soñar”, decía, sin saber que el aula también soñaba con ellos.
Hoy, el tiempo ha convertido ese sueño en ausencia.
Pero aún hay luz colándose entre las rendijas. Como si el aula, aunque vacía, esperara
que un día regresen, aunque sea en la memoria, y vuelvan a llenarla de vida con el simple milagro de aprender.
LOS ÚLTIMOS ALUMNOS
Mª José Flores Ortiz
Cada día, la maestra abre la puerta del aula con la misma llave de siempre. Ya no hay mochilas, ni voces, ni carreras en el pasillo. Los niños se han ido. El pueblo se va. Pero ella sigue yendo.
En los pupitres, poco a poco, se han ido sentando otros. El Quijote ocupa la tercera fila, con el yelmo torcido y mirada soñadora. Lorca recita bajito en la ventana. Carlos V, en la esquina, parece dormido, pero escucha. A veces viene una niña egipcia con una tablilla de arcilla, o un campesino medieval que no sabe leer pero mira con atención.
La maestra da clase como siempre. Con tiza, con pausa, con amor. Ellos asienten, agradecen, a veces aplauden con discreción.
Un jueves, ella no vuelve. La escuela queda en silencio. Solo el polvo y los retratos. Pero al día siguiente, cuando el sol entra por la ventana, en la pizarra aparece algo escrito con caligrafía antigua: “Gracias por no olvidarnos”.
CINCO
Sergio Arce Sobrao
Roberto recorría las calles del pueblo sumido en sus cavilaciones, apenas correspondiendo los saludos de los vecinos. El día que menos le apetecía toparse con nadie, iba a cruzarse con medio pueblo. Aunque eso no era difícil: media docena de vecinos más, y la aritmética habría corroborado sus presagios.
«Políticos», casi mascullaba. ¿Les parecía acaso esa una medida contra el vaciamiento de la España rural que decían querer frenar? Primero eran tres. Luego cuatro… Y ahora…
Entró a su hogar cabizbajo. Ascendió las escaleras y encontró a Laura haciendo la cama.
—¡Qué cara traes! ¿Qué ha pasado? —exclamó ella.
—La consejería… ha vuelto a subir la ratio.
—¡Qué dices!
—Sí: al menos cinco niños por escuela o la cierran.
Roberto era de los que se lamentan; Laura de las que prefieren actuar, y obró en consecuencia.
—Pues nada, a ello —dijo mientras se retiraba el vestido—. Que yo de aquí no me voy.
Roberto asintió y se dirigió a la cama. Eso sí, antes de nada, hizo lo de siempre antes de cualquier acto amatorio: giró la fotografía que reposaba en la mesilla de noche, en la cual Laura y él posaban junto a sus cuatro hijos.
ZAPATILLAS DE AGUJERO
Eduardo Bartolomé Delgado
Es domingo de siesta, diferente al raro de siempre. Ya incorporado, intuyo dónde están mis zapatillas de punto, con una presión punzante en la esternal del tórax. No es desasosiego, cual Pessoa, sino Rodari.
El encerado aparece en un gesto de muñeca y la cajonera del pupitre al recolocarme el cuello del pijama. La ausencia de aire en mis pulmones se reemplaza por ocurrencias infantiles y sonrisas.
Voy a urgencias. El doctor no me ve nada, o nada grave, al menos.
A veces, el reflujo son miradas, huellas,... Otras, son problemas y dictados en la corteza prefrontal y diferentes áreas del cerebro. Los claustros, en el digestivo; y los patios, en piernas y brazos.
Hay pasillos con luz, esa que ilumina más allá de las tres. Suena el timbre, es mi estómago, en forma de mariposas. Voy al frigo. Lo abro. Allí está, la maqueta de escuela ideal, de pueblo. No es otra casualidad este despiste. Una gota de café cae en mi zapatilla de agujeros. Se filtra. Estoy mojado también por la entrepierna.
Vuelvo al salón. Paso lista sin lista. No hay nadie, sólo algos, álguienes, muchos, en aulas vacías. Y, aparte, cerraduras, numerario y recuerdos, sobre todo, recuerdos...
El NIÑO
Mª de la Fe de la Torre Guerra
Él era el único Niño del pueblo. Un día estaba solo, jugando en el prao. En los pueblos no hace falta que los padres vigilen a los niños porque nunca pasa nada. Pero ese día pasó.
Alguien se llevó al Niño. Por más que lo buscaron por los alrededores, en el bosque, en los riachuelos cercanos… no aparecía, era como si se lo hubiera tragado la tierra. Y ya estaba llegando el otoño, con sus amarillos, naranjas, cobrizos… y pronto aparecerían las nieves y el pueblo quedaría incomunicado un invierno más. ¿Qué sería del Niño?
En primavera volvió de visita. En la aldea de al lado necesitaban un niño para que no les cerraran la escuela y él se había ido encantado. Estaba feliz porque ya no jugaba solo.
REUNIÓN ANUAL
Sara Coca
Cada vez que regresan, temblamos. Nos emociona que aparezcan con sus sonrisas gastadas y los pasos lentos, pero siguen manoseándonos sin delicadeza. El planisferio se arruga por los polos, lo que provoca un deshielo evidente, y a través del telégrafo envían poemas cifrados a ninguna parte. Incluso se recuestan sobre sus pupitres y dormitan como antaño.
Después se marchan sin prisas, con la humedad en sus ojos de siempre. Entonces suspiramos, como los viejos instrumentos que somos, conscientes de nuestra incapacidad científica para despejar la incógnita de quién hará novillos el próximo año. Siempre falta alguno y el suelo de madera cruje su ausencia.
EL PUPITRE VACÍO
María Inés Heidenreich
El pupitre de Jaime sigue en su lugar, como un perro fiel que espera la vuelta del amo. El aula huele a tiza vieja, a libros que ya nadie abre. El pizarrón conserva los últimos números de una división inconclusa. El tiempo parece haberse detenido por pudor.
A veces entro y me siento en su sitio, con la esperanza de engañar al destino.
Los chicos se fueron. Unos a la ciudad, otros a donde hubiera señal y futuro. Nadie nace hacer rato en este pueblo. Las campanas de la iglesia doblan más por despedidas que por bautismos. El cartel de “Se alquila” en la panadería lleva dos inviernos. En la plaza no hay juegos nuevos, sólo bancos que crujen con la memoria. El silencio se ha vuelto costumbre, y la tiza, una flor marchita.
Una vez por semana limpio el aula. Barro migas de recreo y palabras que no llegaron a pronunciarse. Acaricio el polvo como quien busca huellas.
Jaime dibujaba pájaros con alas enormes. Decía que iban a llevarlo lejos.
Me gusta pensar que lo lograron. Que en algún sitio hay un chico con su mismo cuaderno, buscando la raíz cuadrada de un cielo más amplio.
LA FILA
Elisa de Armas
Amanece. Ha dejado de dolerle la cadera y los dedos artrósicos se mueven con agilidad. Las sopas de ajo humean entre la paja encendida, pero ella no tiene apetito. Ha estado tan enferma que su madre, en lugar del canasto con ropa para lavar, le entrega una lata llena de brasas que calentarán sus pies en el pupitre. ¿No será demasiado mayor para volver a la escuela? Pierde el miedo al ridículo al ver avanzar, desde las calles neblinosas que la cencellada ha orlado de carámbanos, la hilera de compañeras que avanzan adormiladas, cada una con su lata de lumbre. Están todas. Las que emigraron a Madrid o Bilbao y nunca volvieron. Las que regresaron al pueblo después de enviudar. Las que vienen en verano, como cernícalos, y marchan cuando acortan los días y el viento silba arrastrando remolinos de hojas.
Al pasar por la antigua escuela de niñas, se les une doña Teresa, la maestra, con su habitual gesto severo. ¿Irán al colegio nuevo que cerró cuando el pueblo se quedó sin muchachos? Pero no, enseguida giran hacia la ermita y, cuando ella comienza a distinguir la torre entre la niebla helada, la sorprenden las campanas doblando a muerta.
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