Finalistas XI Concurso de Microrrelatos “El Roblón”

Aquí tenéis los diez relatos finalistas de esta edición, de los que saldrán los dos ganadores. Enhorabuena a los seleccionados y queremos agradecer a todos los que habéis participado con vuestros textos porque hacéis posible este concurso.

Consulta las bases del concurso.



GIRA AMERICANA

Jonatan Penón


El agua salada comenzaba a degradar la madera de mi viejo violín y su sonido parecía reproducir el mismo cansancio que nosotros. Un trompetista levantino y yo, habíamos amenizado junto a un contrabajista las noches durante los quince días que duró el viaje. 

Me habló de una nueva música que se tocaba en la costa Este norteamericana llamada Jazz. Era una alocada marcha sin estructuras ni compases. Improvisamos sobre algunas bases que me enseñó y quedé prendado de ella. Las fiestas se hicieron tan famosas, que incluso gentes de primera clase aparcaban su casta en las escupideras de la sala de fumadores de tercera categoría para vernos tocar.

Cuando el barco llegó a puerto, a mi nuevo amigo se le rechazó la entrada al país. Su cansancio obedecía al escorbuto y no al desenfreno musical y jamás volví a verle. Por mi parte, me vi obligado a empeñar el violín para poder pagar el soborno que me aseguraría un trabajo en la acería. 

Nuestra gira duró sólo dos semanas, lo que tardó la embarcación en cruzar el atlántico. Tiempo insuficiente para ponerle nombre a una banda. Un sueño que acabó hundido en lo más profundo de aquel océano.


DEMORA

Mei Morán

Subió a la aldea. En la maleta los regalos. Vainilla y café del bueno, para quitarle a la madre el sabor de la achicoria y de la guerra. El corazón se le quedó parado al doblar la esquina. La puerta rota, los cuartos sin suelo ni techo, paredes desdentadas y la lar fría. En el comedero del burro encontró las albarcas de la siega roídas, de una viga desvencijada del sobrado colgaban aperos oxidados. Se sentó encima de la piedra de la entrada y esperó a que alguien llegara a la caída de la tarde con patatas recién arrancadas del huerto o un cántaro de leche después de ordeñar las cabras. No fue nadie, nadie le habló. Pensó en las cartas que olvidó escribir, en los viajes de regreso que no hizo. Se acordó del camposanto. Y allí estaban, en sendos huecos los dos seres queridos. Sacó el paquete de café y lo puso al lado de unas flores de plástico empachadas de polvo y lodo. En la tumba del padre dejó los habanos.


EL FIN DE LA ESPERA

Jesús Navarro

Creía que estaba preparada, pero al verlo me eché a temblar y, para mi disgusto, la bandeja en la que llevaba las tazas osciló y a punto estuve de derramar el café. Por suerte logré mantener el equilibrio, por lo que solo algunas gotas salpicaron el vestido de su mujer. Ella me miró con la boca torcida, y yo incliné la cabeza a la vez que susurraba una disculpa. 

De nada sirvió que repitiera que lo sentía mucho, y tampoco que él comentara, con ese tono meloso que además de su fortuna se había traído de Cuba, que no tenía importancia. A ella le dio igual, porque de igual modo me llamó inepta antes de levantarse y dejarme a solas con él. 

Entonces, por fin, lo miré. Y él me agarró de la cintura y me preguntó mi nombre. Yo, por supuesto, le mentí, y él me besó y acto seguido me dijo que esa tarde fuera a su cuarto, a lo que respondí asintiendo. Luego me ordenó que me marchara. Yo obedecí, y también me estremecí al recordar lo que me había hecho veinte años atrás, aunque después sonreí al verle beber de su taza café endulzado con cianuro.


ULTRAMAR

Alberto Jesús Vargas

El tío Antonio, hermano de mi abuelo, cuando cerraron la mina que prestaba vida al pueblo sintió la llamada de ultramar. Con poco más que una maleta de cartón tomó rumbo a una Argentina prometedora de prosperidad. Atrás dejaba patria, familia y a Rosita, la moza que bordaba por él sábanas de matrimonio.  Pero desde que partió rumbo al puerto de Cádiz, nada más se supo de aquel aguerrido muchacho. El mar se convirtió en un muro de silencio y Rosita, incapaz de resignarse, caminaba muchas tardes los kilómetros que la separaban del acantilado solo para preguntarle a las mareas qué había sido de su Antonio. Hasta que un mal día el temporal de poniente pareció borrarla del paisaje y perderla en el abismo. Tuvieron que pasar muchos inviernos y tres generaciones para que llegara al pueblo un elegante viajero de acento porteño que, deseoso de conocer sus raíces, buscó la sombra de nuestro árbol. Allí nos contó su historia y nos mostró el testimonio traído desde el otro lado del mar, el retrato de boda de sus abuelos. En él, un altivo tío Antonio tomaba del brazo a la hermosa Rosita que, rebosante de dicha, lucía corona de azahar.


RAICES

Olivier Oberlin

Cuando Gonzalo Ulloa se marchó de su pueblo natal para hacer las Américas, hubo división de opiniones sobre su futuro: unos dijeron que jamás volvería a pisar el suelo gallego, otros que regresaría con una inmensa fortuna. Ninguno de los bandos acertó. Por una parte, al cabo de diez años, Gonzalo volvió a su pueblo, con la camisa empapada de morriña. Pero no fue para ostentar la opulencia pronosticada, y deseada, por los optimistas: “Masa madre para uno, pan padre para todos.”, decían. Durante meses, sus vecinos le asaetaron a preguntas, a críticas mal camufladas con sus ecos de indianos exitosos y fantasmas de viaje en balde. Les fue contestando con evasivas porque la gente sedienta de cuentos de hadas no quiere entender de trabajo por cuenta ajena, esfuerzos, sudor y lágrima. A palabras recias, oídos reacios. Pero sus paisanos se tuvieron que callar porque para él, fue un renacer: combinando el oficio aprendido allí con sus pequeños ahorros, montó su propia carpintería, que le fue bien. Y, simbólicamente, plantó delante de su taller una semilla - traída de ultramar en una cajita - que en seguida echó raíces: no se volvería a marchar.


EL REGRESO DEL INDIANO

Marisa López

Le vi dejar atrás hayedos y robledales, castaños y abedules, tilos y alisos e irse con el peso de las piedras en el corazón -como si fuera la nieve en los tejados del invierno- y un beso de su madre como único equipaje.

Nunca había visto el mar, pero había oído que era inmenso. Se lo imaginaba como la majada en verano y las olas, como si fueran brezos blancos.

Se llevó el recuerdo imborrable de aquel lugar que le había visto crecer y en sus ojos el verde brillante de los valles.

—Volveré —me susurró el día que se fue. Y luego me abrazó entre lágrimas.

Creí que no volvería a verle más. América estaba tan lejos…

Me enteré tiempo después de que había hecho fortuna en México y que se había casado. ¡Cómo iba a acordarse de mí!

Pero, al cabo de muchos años, regresó. Le vi acercarse una tarde, emocionado y feliz, con su bastón de caoba, su reloj con leontina y sus ojos de fresno.

—Yo tenía una casa con palmera —me dijo al verme —ceibas, araucarias y magnolios, pero allí no estabas tú, mi viejo roble. Y yo te prometí que volvería.


DIFUMINARSE

Ana María Abad


Desde que te fuiste, vivo angustiada: el miedo a tu olvido nubla mis días y turba mis noches. Tu ferviente promesa de enriquecerte para enviar por mí se me antoja cada vez más incierta, a medida que tus rasgos se van difuminando en mi memoria. ¿Persistirán aún los míos en la tuya?

Hoy, me siento a la mesa de la cocina, solos el café aguado y yo, frente a frente. Como cada mañana, saco de la lata que, en otros tiempos, contuvo galletas la fotografía que nos hicieron en el puerto, justo antes de que subieras al barco. Alarmada, advierto que el buque ha desaparecido con todos los pasajeros que agitaban al aire sus pañuelos. Tampoco está la farola bajo la que nos abrazábamos, y el marinero que se coló en el encuadre se vuelve más y más transparente por momentos.

Al final, sólo quedamos tú y yo en medio de la cartulina que ya es totalmente blanca, sin adoquines ni cielo ni nubecilla en la esquina. ¿Me engaña la vista o tu brazo no enlaza ya mi cintura?

Cuando la foto cae sobre la mesa, al faltar la mano que la sostenía, me alivia comprobar que difuminarse es indoloro.


ENERO AUSTRAL

Enrique Francesch


El tranvía era un sumidero de temperatura donde el aire caliente oprimía, y solo era paliado fugazmente con la llegada a una nueva parada y el subir y bajar de viajeros. El agobio y el bochorno se sumaban a otras preocupaciones: largas horas a los mandos del vehículo, el colegio de los niños en España, el tratamiento de su esposa, el pasaje de vuelta... demasiada plata que enviar a casa para alimentar una esperanza inverosímil.

Ahora una mujer, le pregunta por el apeadero más cercano a una dirección; le contesta que no lo sabe y ella le mira con menosprecio. La canícula avanza montada en la mañana. Al poco, otra persona le reprocha que vaya atento a las indicaciones de circulación del agente subido en la garita del cruce, acompañadas las frases con adjetivos sobre su procedencia «gallega». El sofoco se adueña del denso tráfico de «colectivos» y autos en la Plaza de Mayo. Por fin, llega al final de la línea, todos se bajan, y él se queda con el recuerdo de aquella palmera sobresaliendo sobre el muro del patio de su vecino que, a su vuelta de Buenos Aires, plantó como señal inequívoca de su éxito.


YOURLOVE

Agustin Ruiz

“TíoAlfredo”, que así, todo seguido, era como lo llamó todo el mundo, familiares o no, desde que volvió, había nacido como Fredo, el pequeño de los pitucas, en Quintana de los Picos, un pueblo de La Montaña santanderina, cuando alumbraba el siglo XX.

Fredo nunca encajó. Su rebeldía contrastaba con la mansedumbre que imperaba en el pueblo y su carácter, de mecha corta, le arrastraba al enfrentamiento continuo. Todos respiraron cuando desapareció. Nadie supo a dónde se había ido. Sus padres callaron y muchos temieron lo peor.

Lo mismo que se fue volvió; por sorpresa. Llegó en un taxi con dos grandes baúles. El reencuentro fue de lo más natural. Los pitucas somos así, explicaron ellas después. 

— ¿Vienes sólo?

— Sí.

—¿Dónde has estado?

— Por ahí. En Nueva York y algún sitio más. Ya os contaré.

Nunca contó nada más. Se instaló y fue vaciando sus baúles poco a poco a la vez que acometía reformas en la casa familiar que le dieron otro porte. No plantó palmera, ¿para qué?

El mismo día que murió recibieron la carta con la foto. Le enterraron con ella y grabaron  la firma en su lápida: Yourlove.

La foto no. Demasiado oscura, pensaron.


ANEMOIA

Raúl Garcés

¡Gallego! - me gritan. Y yo como quien oye llover, claro, porque soy más andaluz que el salmorejo. No tardo en descubrir que así es como llaman a todos los españoles acá en la Argentina. Pero desde entonces siento una inexplicable morriña que me va calando hasta los huesos. Y al declinar el día, me apresuro a refugiarme al calor del hogar donde el crepitar del fuego desvelan desconocidas historias de meigas, volviendo la cabeza cada poco por temor a toparme con la Santa Compaña.




1 comentario:

  1. Qué preciosidad de relatos. Son todos muy evocadores. Fellicidades a l@s seleccionad@s y gracias por compartir sentimientos e imágenes tan emocionantes.

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