Finalistas IX Concurso de Microrrelatos “El Roblón”

Se han recibido en esta edición 142 relatos que, como en anteriores ediciones provienen de distintas partes de España, Europa e Hispanoamérica. El tema de este año “La España vaciada” ha traído muchas historias de nostalgia, desolación, orfandades… y como en anteriores ediciones nuestro jurado se ha empleado a fondo en elegir los diez relatos finalistas que pugnan por el primer y segundo premio. Aquí los tenéis. ¡Disfrutadlos!

Consulta las Bases del Concurso





La última aldeana
Juan Manuel  Sánchez Moreno  


Desde niño siempre vi cómo mi madre fingía llorar con desconsuelo cuando el autobús se alejaba cada mañana por la carretera en dirección al colegio situado a un buen trecho de la aldea. Nunca comprendí aquella puesta en escena que tanta vergüenza me daba y de la que se burlaban mis compañeros de clase llamándome paleto. Y del mismo modo que lloraba al irme, también daba incomprensibles signos de alegría cuando, por la tarde, llegaba de regreso en la misma camioneta y por el mismo camino, ante la burla de mis camaradas que, desde la ventanilla, me veían sonrojado.
Nunca supe el motivo de aquello siendo niño, pero de mayor, cuando dejé el pueblo para irme a la capital, y dejé la capital más tarde para irme a otra mayor y más lejana, descubrí que mi madre ensayaba para cuando me marchara de su lado y la dejara como la última habitante de mi pueblucho.
Hoy regreso a casa de mi madre tras tantos años de destierro. Sin embargo, aunque yo regrese, ella ya se ha ido, y yo no tuve tiempo de ensayar ni una palabra de despedida, ni un gesto de orfandad.



Últimas palabras
Rubén Donoso Jimenez

 

Feliciano el mudo no era mudo. Si no hablaba era por otra razón: nadie entendía lo que decía. Y no porque hablara en alguna extraña lengua. Lo que pasa es que las palabras que él utilizaba eran tan antiguas como el idioma. Palabras que hace mucho tiempo dejaron de preocuparnos. Palabras que ya se han olvidado. Incluso los pocos paisanos que aún viven en su pueblo las desconocen; cuando ellos nacieron, Feliciano ya era un hombre mayor. Por eso enmudeció voluntariamente.
Hace unas semanas, en un hospital de la capital, Feliciano miró a los ojos a la enfermera que le cuidaba y le dirigió suavemente sus últimas palabras, poco antes de apagarse. Qué lástima no saber lo que significan.



Los cuerpos de musgo
Javier Revilla Cuesta


Los cuerpos de musgo surgieron del frío y el silencio de la noche. Agazapados en la oscuridad y las zarzas, se fueron fusionando con el paisaje. Como alimañas de hierba o lémures errantes cubiertos de liquen, avanzaron con sigilo hacia nosotros. Con su paso agreste pero firme, ese ejército de verdes engendros que brotaron de las sombras se fue acercando a nuestras casas.
Nosotros, centinelas del pueblo y su alegría, cuando divisamos aquellos monstruos vegetales, tuvimos miedo. Sí, miedo de ese enemigo mudo que arrastraba su soledad y su silencio hacia nosotros. Por eso huimos. Dejando que el musgo, con su desolación, lo fuera llenando todo.



Recuerdos de color ocre
Wibo Sefeld


Ya han pasado treinta años desde que arrancaron mi infancia de raíz. Abandoné el pueblo junto a mis padres de forma abrupta, cegados por la búsqueda de nuevas esperanzas en una urbe desconocida. Mientras proclamaban orgullosos que ya éramos de ciudad, mis peticiones para volver a aquel lugar fueron siempre ignoradas entre miradas de indiferencia y vergüenza. Con los años, los recuerdos del pueblo se me iban degradando, tornándose borrosos y de color ocre, como sus calles. El último partido de futbol lo jugué en una plaza abandonada. Los únicos espectadores fueron mi padre y un sol de justicia. Todos mis amigos se habían marchado. Este éxodo silencioso hacia la gran ciudad duró semanas, tal vez meses. Solían irse de noche, sin despedirse. También les arrancaron las raíces, sin preguntar. — Han fichado por los grandes, —bromeaba mi padre, mientras la pelota se perdía para siempre por los tejados. Miro por la ventana y mis recuerdos del pueblo se elevan. Desde el piso número veinte veo el cielo teñido de ocre, como sus calles. Abajo, mi hijo juega al futbol con sus amigos. Para él no hay raíces, solo asfalto.



Y después… soledad
Antonio Blazquez


El calendario muestra la llegada de los días soleados de agosto. Un calor abrasador ahuyenta a los lagartos solitarios. Sombras que hacen vida; vidas que viven pegadas a las sombras. Polvo en las calles que esperan las pisadas juguetonas de niños que ya les son ajenos el resto del tiempo. Días felices, en los que las abuelas acumulan caricias para el invierno, y los abuelos se afanan en contar historias a los nietos, antes de que lleguen las noches sombrías del otoño. Cohetes y banderas que celebran la fiesta del patrón de la villa, y recogen alegrías una vez al año. Y después, cuando las hojas del calendario se olvidan del calor veraniego, las calles se quedan huérfanas de vida, y la tristeza  se esconde tras las esquinas gastadas por el viento. Los nidos de las golondrinas cuelgan vacíos y abandonados, sin calor en su interior. Los silencios acompañan a la mudez del viejo reloj, parado desde hace tiempo, y solo se oye el chirriar del gozne oxidado de una puerta vieja, que se entreabre y cierra con la esperanza vana de que trascurra algo de vida delante de ella, antes de que llegue la noche solitaria y fría.



Son leyendas
Amador Melchor


El niño es feliz paseando por su pueblo a plena luz del día. Gracias a la luz del Sol puede ver su transparencia y el mundo fluir a través de él, mientras que de noche se vuelve más corpóreo, dicen que por aquello del influjo de la luz de la Luna. Disfruta simulando que toca el suelo o esquiva las paredes, como si aquellos materiales sólidos todavía lo pudieran detener.
Tan distraído está con sus juegos que no se da cuenta de la presencia que tiene ante él hasta que escucha el alarido que lanza aquel ser cuando se ven.
Aterrado, se olvida del mundo sólido y huye a la velocidad del rayo atravesando suelos y paredes hasta el cementerio donde descansa por siempre junto con el resto de su familia. 
    •  ¡Un vivo! - grita - ¡He visto un vivo en el pueblo! 
Pero su madre, conocedora de las malas pasadas que puede jugar la luz del Sol, se acerca a él y le calma con sabias palabras. 
    • Tranquilo, pequeño - le dice -. Hace siglos que ya no hay vivos en los pueblos. Eso no son más que leyendas.



Vacío
Elena Bethencourt  Rodriguez


Ando con flores en las manos y a lo lejos te veo plantar el trigo. Mientras corro hacia ti, no para de crecer. Yo tampoco. Avanzo entre las espigas altas, juegas al escondite. Cantas. La cuadrilla de vecinos viene a ayudar antes del amanecer para aprovechar la fresca. Desapareces. Las hoces ensayan el baile propio de la siega. Te veo en la era. Empieza la trilla. Avientan la paja. Te sigo hasta el molino cargada con el grano. Los sacos de harina vuelven ladera abajo hasta la casa de piedra. Te pierdo de vista, pero en la cocina esperas para enseñarme a amasar. Sonríes. Espolvoreas de blanco la mesa y te limpias las manos en el delantal. 
Todo eso, madre, desde que he llegado al pueblo a ponerte estas flores y, al pasar por la única tienda abierta, olí el pan.



Resistencia
Alberto  Jesús Vargas Yáñez


A la vieja estación hace mucho que dejaron de llegar trenes de regreso. En el andén de las despedidas, la abuela fue abrazando uno a uno a los hijos paridos para verlos marchar en busca del futuro que se les escapó muy lejos. Cuando las casas del pueblo se hicieron ruina de adobe y piedra, el silencio de los muertos se adueñó de los campos que ya nadie iba a sembrar. En la soledad de su resistencia, la abuela siguió estoica, con sus raíces hundidas en el árido suelo, digna como el roble que se yergue en la plaza empedrada y en cuyas ramas los pájaros imitan la algarabía de los chiquillos que ya no juegan allí. No hubo día en todos estos años que no soñara con el regreso de los suyos, con el retorno de la vida a aquel territorio vacío. Y hoy por fin, siguiendo el cordón indestructible que nos conecta al origen, todos han querido estar de nuevo con ella, para acompañarla por el camino de los cipreses hasta el trozo de la tierra amada que, cumpliendo su último deseo, le dará el abrazo de la eternidad. 



Última actualización
Ricardo Cano García


Decidieron colocarlo a la entrada del pueblo, junto al letrero que anunciaba el nombre del lugar. También decidieron, de común acuerdo, que sería Iván, el más joven del concejo, el encargado de actualizarlo cuantas veces fuera necesario. 
Pasaron los años y nunca dejó Iván de cumplir con la tarea que le había sido encomendada. Y por más que la vida escapara del pueblo en un goteo incesante de muertes, de huidas y de historias acabadas, el rótulo se mantenía orgulloso, tosco su aspecto, preciso su mensaje, atroz el final que dejaba intuir.
Iván abandonó la comarca una mañana de diciembre, cediendo al ruego de sus hijas que aseguraban que ya no tenía edad para afrontar un nuevo invierno en aquel páramo. Y aunque nadie quedaba en el pueblo que hubiera podido afearle el olvido, no por ello renunció a actualizar, una vez más, el número que acompañaba a aquella lacónica leyenda. Antes de subir al coche que aguardaba manso, sin atreverse a perturbar ese momento casi místico, se alejó unos pasos para ganar perspectiva y leer la descarnada inscripción que nunca nadie volvería a actualizar:

POBLACIÓN:  0 habitantes.



Trescientas cajas
Nicolás Paz Alcalde


A Ruben Villadangos


En su casa había, al menos, trescientas cajas de madera hechas con las sobras del tejado. Una por cada persona que había abandonado el pueblo en los últimos diez años. También había en un rincón el proyecto empezado de un clavicornio y material para montar ventanas, hacer puertas, sillas, mesas de todo tipo y forma, vigas, travesaños… Parecía el taller de un carpintero. Por las tardes, cuando no trabajaba la madera, contaba todas las cosas que ya no había: farmacia, banco,  panadería, bar, escuela, ayuntamiento, discusiones, miradas, risas, palabras. Vivía solo, en un pueblo que ya tenía más frío que habitantes, alejado de todo contacto humano innecesario y de todo recuerdo posible a urbanismo. La casa la había construido él mismo y no era extraño encontrarle en el monte cortando leña. Cuando regresaba de aquel mundo y se subía a un escenario en Nueva York o París, con su camisa desgastada y aquellas manos de hombre rudo, entendías por qué era, de todos, el mejor pianista de jazz del globo: traía una música libre de artilugios e influencias, arrancada al silencio y el vacío. Era como si el territorio mismo tocara contra sus trescientas cajas del olvido.  

5 comentarios:

  1. Muchas gracias al jurado, un honor estar en esta lista de finalistas con estos nueve caballeros.
    Un placer participar. Un saludo a todos.

    ResponderEliminar
  2. Hola.
    Qué cantidad de melancolía hay en esta selección de relatos. Es como estar parado en la vía del tren, ver que se acerca a dos por hora... y no apartarnos para evitar el desastre.

    ResponderEliminar
  3. Desilusión, claro. A veces piensa uno que para qué sirven los 'temas' propuestos en determinadus concursos literarios, si al final se premia otra cosa (por buena que sea). Vivir para ver.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lamentamos que tenga esa impresión y no compartimos su opinión toda vez que el jurado, a la hora de elegir los ganadores, valora tanto la calidad literaria de los textos presentados como su adecuación al tema de cada edición. Su decisión es soberana y ratificada plenamente por la Asociación.
      Saludos cordiales

      Eliminar