El sueño de la última hoja de octubre

Oscar Royo Royo

          Cuando la anciana abrió el balcón no podía creerlo. Era bien cierto que el ábrego había soplado con fuerza aquella noche en las calles de Oviedo. Ella misma lo había escuchado desde la cama castigar cierres y postigos, arrancar tejas enfermas, desvalijar coladas y el descanso de sueños ligeros. Pero, aunque la furia del viento había castigado por igual toda la fachada del pequeño bloque de pisos, solamente uno de los balcones parecía haberse visto afectado por el temporal; tan solo el suyo.
          En el resto de balcones nada había cambiado; las cascadas de geranios continuaban colgando desde de las jardineras donde reinaban crisantemos de tonalidades rojo, malva y melocotón. Sin embargo, no quedaba ninguna planta en el balcón de la anciana; el viento las había arrancado todas durante la noche para escupirlas, a continuación, contra una acera donde remolinos inquietos de hojas secas soñaban con remontar el vuelo y regresar a las ramas de los árboles.
        Sentada en la penumbra de la cocina, la mujer no acertaba a comprender porqué había tenido que ocurrirle a ella y no al resto de sus vecinas. Precisamente a ella, que había cuidado tanto a sus plantas, que incluso había hablado con ellas como dicen los que entienden que debe hacerse. Cada mañana mientras las regaba les había hablado de su infancia en Soto de Sajambre, de cómo corría a bañarse en el Agüera con sus hermanas, de los destellos del verano entre las hojas de los árboles, del olor a tierra mojada en los bancales después de la tormenta de la tarde, del sabor de los Sequillos y las Sopas de ajo que hacía su madre, de su primer baile en la plaza, de las noches salpicadas de risas y confidencias con sus amigas, mientras docenas de ojos perseguían besos en estrellas que se escapaban tan fugaces como los últimos días del verano.
         El orgullo hizo que no comentara a su hija lo sucedido en el balcón. La joven no sospechó nada cuando pasó a verla a la hora acostumbrada, con el tiempo justo para saber cómo estaba y marcharse a cenar con su novio. Apenas la vio entrar, la anciana le plantó un beso en cada mejilla y por un instante olvidó su disgusto refugiándose en la compañía de su hija.
         Sin embargo, una nueva ráfaga de viento hizo temblar los cristales de las ventanas, cuando la joven le anunció que el próximo verano no pensaba subir al pueblo, que prefería más piscina que río, comida japonesa que Sopas de ajo, escaparates de las tiendas que cielos estrellados, discoteca en la playa que baile con orquesta en la plaza del pueblo.
         La mujer se asomó al balcón para ver como la joven, siempre con prisas, salía de casa. Aturdida, intentaba convencerse de que no era cierto lo que acababa de ver en los ojos de hiedra de su hija, cuando una ráfaga de viento despeinó a la anciana. Aunque la calle estaba repleta a aquellas horas, aquel nuevo envite del ábrego tan solo alcanzó a su hija. La empujó zarandeándola como a un junco solitario en el vientre revuelto de una tormenta. La joven intentó aferrarse a algo, pero sus manos no encontraron donde asirse para no caer. No supo hallar amparo alguno a sotavento que le permitiera recuperar el equilibrio y seguir con su camino. La anciana vio desde el balcón como Rosa, su hija, caía finalmente al suelo. El viento la arrastró sin rumbo sobre la acera como arrastra cada año el sueño de la última hoja de octubre.

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