LA SALA DE ESPERA


Sergio Iglesias Rodríguez 

Una fría gota de sudor resbalaba por mi sien. Mis manos estaban húmedas. Recordaba las pautas de mi sofrólogo: inspirar, contener, espirar. Pero la calma nunca llega al dentista. 
Miré al frente: un inmenso hayedo en tonos ocres y dorados llenaba toda una pared. Concentré mi visión en el camino de hojarasca de aquel bosque otoñal y llené mis pulmones con el etéreo aire de la sala. Lo retuve unos segundos y lo expulsé. De pronto, las hojas empezaron a volarse de los árboles. 
- ¡No puede ser! - exclamé alucinado. 
Repetí la operación y volvió a ocurrir. Me levanté excitado y me puse a un palmo de la fotografía. 
-  Psss, Psss, oiga... – oí una vocecilla.  
-  ¿Es a mí? - contesté vacilando.
 Miré a mi alrededor para asegurarme de algo que ya sabía: estaba completamente solo. 
- ¿Sería tan amable de dejar de soplar? – continuó la voz – Las criaturas del bosque necesitamos las pocas hojas que quedan para sobrevivir sin que nos descubran... 
Totalmente absorto, volví a mi silla. La enfermera entró sonriente; mi cara era un poema. 
-  Señor Ruiz, el doctor le espera. 
Inspira, contén, espira...recordé.

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