EL VIAJERO

Rafael Granizo Barrena

El viajero estaba echado sobre una cama de herrumbre dorada, encastrada en muros de terciopelo verde cetrino. Desnudo, con un cigarrillo entre sus dedos nacarados por la nicotina, observaba sin ver, el virtuosismo del hacer del humo. Subyugado a la satisfacción recibida e iracundo con su conciencia, contemplaba el áspero perfil de la realidad. Era el turno de ella en su valle de agua, su mujer; a más de mil quinientos kilómetros de distancia, tomando la derrota del golfo de Cádiz, escuchando el crepitar de un intenso fuego que le provocaba continuas y momentáneas cefaleas. Allí, gestionando el tiempo, estaba muy lejos de la honestidad. Tan lejos, que hasta la compasión le estorbaba tratando de callar la vileza. Tras él, una silla roja con ribetes en oro viejo, acomodaba a una epicúrea mujer que mostraba ya restos de otras derrotas y humillaciones. Sobre la pálida mesilla, el gobierno del dinero. El silencio del momento solo era descortés por el arpegio agudo y grave de la lluvia al golpear los cristales de la única ventana de la habitación, de un hotel que ya sabía de diálogos que hablaban de vilezas e infidelidades, mostrando así, la severa geometría de la infidelidad. 

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